Episodio 26. Arqueología estelar.
Cuando el cielo se parte, jodida y literalmente en dos, y la historia y el cosmos y toda la puta madre que los parió a ellos y a todos los ángeles del cielo te dan un severo puntapié en la base del cráneo, puedes actuar de dos maneras. La primera, y la más normal en un ser humano corriente, es, joder, fliparlo en colores y hacer un serio esfuerzo para que tu esfínter no tire la toalla. Por lo menos quedarte con los ojos como platos y sin una maldita palabra que llevarte a la boca. La otra, la otra es la de Peter. Y esa denota muchas cosas, además de un absoluto desprecio por la vida propia y ya no digamos por la de los demás. Es la opción de ponerte a dar gritos de alegría y asombro ante el espectáculo demencial que se está produciendo delante de tus ojos. Porque lo que es los demás, cuando el cielo, insisto, se parte en dos y el sonido atronador de un objeto inmenso atravesando la atmósfera casi les deja sordos, se quedan estupefactos. Pero Peter Connors, no. Peter Connors, cuando una nave espacial alienígena, por lo que se ve, milenaria, se queda en suspensión a varios cientos metros de la superficie y a unos diez kilómetros de dónde están ellos, se pone a dar gritos de alegría como un niño al que el puto gordo de Santa Claus le ha traído justo el juguete que quería. Y es que ese es Peter Connors, capaz de asimilar que es el hijo del Diablo sin mucho problema, pero al que el hecho de que los extraterrestres existan le parece la cosa más jodídamente cool que le ha pasado en la vida. Es evidente que no fue un niño muy feliz. Porque la verdad, la cruda verdad, es que la nave que ha aparecido en el cielo es terrorífica. Se podría describir como dos inmensos zigurats de metal, de varios cientos de metro de alto y algunos kilómetros de perímetro, unidos por una sección transversal horizontal alargada de varios kilómetros de longitud. Una inmensa ciudad volante arrancada de algún lugar remoto y oscuro del cosmos. El gran Sorbinus sonríe como un bellaco, el cabrón.
-Contemplad la grandeza de La Devoradora de Mundos, joya de la antaño gloriosa armada espacial de Nibiru y nave insignia del mismísimo Enki. En su interior se haya el Trono, que nos devolverá la grandeza del señor Annunaki. Y no os preocupéis, amigos. A pesar de haber sido mis enemigos, soy un ser generoso y no le privaría a nadie el regocijo de contemplar, al menos una vez en su vida, a nuestro gran señor.
-Te arrancare la maldita cabeza y te la meteré por el culo, Gran Sorbete de lo que sea -le escupe Celine
Pero Sorbinus no le contesta. Solo levanta los brazos y la nave emite inmediatamente un rugido mecánico que les hiela la sangre. Por todo el casco se iluminan luces. La bestia está cobrando vida. Sorbinus sigue rugiendo y ellos, al igual que también todo el ejercito de Madre Mary, tiemblan.
Hasta la emoción de Peter, presa de su infantil entusiasmo por los ovnis, se desvanece ante el aterrador sonido de la bestia mecánica milenaria. Los motores anti gravitacionales amenazan con partir en dos el suelo. Otro rugido, peor que cualquier trueno. Peor que la tierra abierta en canal por el más terrible de los terremotos. Otro rugido y luego la luz, como venida de la mismísima mano de Dios. Un rayo cegador que sale dela base de la nave y toca el suelo con un resplandor que hace palidecer al sol que trata de reivindicar su reinado en lo alto del cielo.
-La puerta está abierta -grita el Gran Sorbinus-. Ha llegado el momento. Seguidme, desarrapados de la tierra y conoceréis al verdadero Dios.
-¿Y qué hacemos con ellos? -Pregunta Madre Mary.
-Que vivan. Quiero que lo vean todo. Quiero que abandonen este mundo con la imagen de la grandeza de Enki como último recuerdo.
Y los compañeros observan como el ejército de Madre mary se repliega y se dirige haciE la enorme nave. El suelo bajo sus rodillas es dolorosamente real de pronto. La tarde es dolorosamente pesada. El sonido de los motores de la nave atrona en los oídos y les hace sentirse pequeños, muy pequeños. Casi pequeños en el espacio y en el tiempo. Aplastados por una bruma cósmica que se come la era en la que les ha tocado vivir, de pronto la invasión de los girasoles mutantes apenas parece una anécdota en un juego mayor en el que solo son las astillas que forman las verdaderas piezas. Y el polvo del desierto se levanta y les golpea el pelo, la cara, las ropas, como si nada, como si fueran meras estatuas, cactus sin tragedia detrás, rocas sin futuro. Ciento cincuenta hombres se han quedado para vigilarles. Al mando de ellos el otro de los grandes generales de Madre Mary, Albert, que les mira desde sus dos metros de altura con los cuatro brazos cruzados como si solo fueran una mercancía, como si el trámite de mantenerles con vida hasta que le den la orden de lo contrario solo fuera un engorro administrativo que debe cumplir. Las rastas blancas se mueven levemente mecidas por el viento. El tipo en sí es una pesadilla.
Johny mira el montón donde han dejado sus armas, incluida Tadeusz. No sabría bien decir por qué, pero eso a Johny, así, de pronto, le parece una estupidez. Su cabeza trabaja rápido, aunque aun le queda algo del whisky de la noche pululando por las neuronas. Hay que hacer algo. Siente ese cosquilleo en los dedos cuando los nervios le piden que apriete el gatillo, solo que en ese preciso instante no tienen ningún endemoniado gatillo que apretar. Pero eso no quiere decir que no quiera dar guerra hasta el último momento. Solo mira a sus camaradas de reojo, pero sabe que sienten y piensan exactamente lo mismo. Hay que actuar. Cada segundo como un grano de un maníaco reloj de arena. Las miradas como sentencias de muerte. La vida condenada a una esquizofrénica cámara lenta. En esas situaciones rezas por algo que mande el puto equilibrio a tomar por el culo. Una explosión, el clímax de la maldita ópera, un detonante que engulla la nitroglicerina de las venas. Joder, a veces, los dioses no tienen ninguna gana de defraudar a sus humildes espectadores. Y las cosas pasas, coño, porque tienen que pasar. Al principio, solo un zumbido leve. No un sonido, ni un temblor, solo algo que se hace un hueco etre el ruido de los motores de la nave. Luego sí que se nota un leve temblor en la tierra. Hasta que por fin se puede ver, hacia el oeste, primero una mancha, luego una clara polvareda que algo está arrancándole al desierto. Los hombres y el general de madre Mary entienden que algo se acerca a ellos. Unos segundos más tarde, el rugido de varias decenas de motores hace su entrada en escena.
El general Albert entorna esos terribles ojos rojos y mira la nube de polvo que, poco a poco, se va aclarando. Huele la batalla en el aire con los dos orificios de la cara que le hacen de nariz. El sonido de las dos enormes espadas cortando el aire es casi glaciar. Chicos, dice, vamos a tener fiesta. La nube se ha disipado por fin. Camiones y furgonetas de todo tipo se han parado a unos veinte metros de distancia. Uno de los coches se abre y de dentro baja un hombre enjuto. No se le ve bien la cara, por culpa de la poblada barba y por el parche que le cubre el ojo izquierdo.
-Chicos, parece que os habéis vuelto a meter en un lío. ¿Necesitáis una ayudita? -Les grita Ángelo, sonriendo abiertamente.
-Puto loco -le responde Bridge- ¿Dónde te habías metido?
-He ido a buscar unos amigos.
La puerta del copiloto del coche se abre y de ella baja un tipo enfundado en una vieja servoarmadura. Se quita el casco y la cara bonachona y sonriente de un girasol mutante les saluda.
-Johny, Bridge, Caroline, hola.chicos. Hemos venido a ayudar.
-¡Eugene! -grita Johny-. Maldito girasol chiflado. No sabes como nos alegra veros.
-Estoy seguro Johny. Y más que os vais a alegrar. ¡Chicos!
De los camiones bajan girasoles armados hasta los dientes. El sonido de armas cargándose le hace un guiño al viento.
-Acaso pensáis que un puñado de plantas hará temblar a los terribles soldados del Inquisición -escupe el gran General Albert-. Nosotros somos la nueva plaga.
-Bueno, esperábamos que nuestra mera presencia fuera suficiente, la verdad -responde Ángelo en tono burlón-. Pero por si acaso hemos traído uno cuantos amigos.
Hace un gesto con las manos hacia adelante y es respondido por el sonido al abrirse de los portones de los camiones. Un silencio que apenas dura unos segundos y un murmullo que hiela la sangre y que todos los que vivieron, o sobrevivieron, la invasión de los girasoles mutantes, conocen de sobra. Luego ya está todo dicho y hecho. Hordas de girazombis se lanzan como locos contra los soldados de Inquisición y sobre el sorprendido Albert. Y eso es el resorte que Peter necesitaba. Se pone en pie y estira la mano y como respondiendo a su llamada, Tadeusz sale disparada llegando hasta a él, que cierra un puño de acero sobre la reconfortante y familiar geometría de la empuñadura.
Bridge, Johny y los demás le miran asombrados, pero no tienen tiempo de preguntar. Los guardias más cercanos que les custodiaban tampoco tienen tiempo de mucho antes de que Peter acabe con ellos. En un suspiro que no es ni una brizna de viento en medio la batalla están armados y listos para pelear. Eugene y Ángelo llegan hasta ellos corriendo. No hay tiempo para saludos efusivos. Además, un incomodo nudo les encoje la garganta, aunque los girazombis les ignoran y centran su sangrienta atención en los soldados enemigos, estar rodeados por centenares de ellos no es la cosa que más feliz les hace. La imponente figura del general Albert se planta delante de ellos, con las dos enormes espadas listas para cortar en dos el mundo si hace falta. Pero no le va a dar tiempo. Peter grita un, ya estoy harto, que sorprende hasta a sus compañeros. Se lanza contra los más de dos metros de Albert, y gritando frases entrecortadas, de las que solo se puede extraer algo así como, ¿quién coño te crees que eres?, yo soy el puto Peter Connors y cosas por el estilo, esquiva los golpes del general y de tres certeros movimientos, cercena armadura y músculos y las piernas de Albert se doblan bajo el yugo de ese acero implacable. De rodillas, trata de morir de forma honorable, pero Peter le atraviesa la garganta y la vida se escapa de esos ojos rojos con un gorgoteo de lo menos honorable. El duelo apenas a durado unos segundos y los compañeros se quedan sin poder reaccionar, a veces la furia asesina de Peter tiene ese efecto. Él, por su parte, sigue dando patadas al cadáver de Albert gritando que él es el jodido Peter Connors. Ángelo se acerca por detrás y le calma, aunque da un paso atrás cuando Peter se gira y parece no reconocerle. Grita de rabia y acaba de cercenar la cabeza de Albert de un certero tajo. Tranquilo, amigo, se acabó, creo que está muerto.
-Estoy tranquilo.
-Sí, sí, eres la viva imagen de la calma.
Se agrupan en torno a Peter y el cuerpo de Albert. A su alrededor, la breve batalla llega a su fin y las voces de los girazombis se van acallando a medida que lo hacen las de las victimas que masacrar. Acabada la faena, se quedan inmóviles, con la mirada perdida y la respiración entrecortada a la espera de una orden, de que les marquen un nuevo objetivo.
Da escalofríos verlos así, parados, babeando, expectantes.
En marcha, dice Peter. Tenemos una nave que derribar.
-Te olvidas del ejército que hay en medio -la voz de Harry suena a una terrible tristeza.
-Nosotros también tenemos uno, ¿no? -Bridge mira con algo de congoja a las horda de girasoles.
-Necesitaremos un plan -añade Johny.
Peter sonríe. Mira los zombis, los soldados girasoles, el armazón del Goliath encima de Betsy. La Valkiria, cruza una mirada fiera con Celine e intercambia una sonrisa de complicidad con Johny.
-Nos hemos visto en peores -añade por fin.
Se encaminan hacia Betsy. Casi caminando a cámara lenta y con una música épica de fondo.
-una cosa -dice de pronto Bridge-. ¿Cómo has hecho eso de la espada, qué vuele hasta tu mano?
Peter sonríe. Un viejo truco Jedi.
-¿Jedi?
-Sí, Jedi, ya sabes, Star Wars.
-Ah -contesta Bridge-. No la vi.
Todos se detienen en seco y se quedan mirando a Bridge. La música se detiene.
-Tío. Todo el mundo ha visto Star Wars.
-Hasta nosotros la vimos en el viejo cine de nuestra ciudad -dice Eugene.
Todos ríen. Bridge se encoge de hombros. Bueno, hay mucha gente que no la ha visto, digo yo.
-Sí -apunta Peter-. Los ciegos.
-Y los muertos -añade Johny.
Todos ríen mientras andan hacia Betsy.
-Bueno, pero en serio, ¿cómo hiciste que la espada fuera saltara hasta tu mano? -Insiste Bridge, y sus carcajadas suenan con alegría, aunque sean, casi seguro, las últimas que se vayan a oír en aquella región en muchas horas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario