lunes, 8 de junio de 2015

La invasión de los girasoles mutantes 2. Proyecto Voz de Dios.

Capitulo 3. Bestias en el desierto.

Solo es un callejón en medio de una ciudad insignificante a orillas del lago Michigan, pero para Caroline es mucho más. La calle es un hervidero de pistas, de rastros que le cuentan la historia que ocurrió allí días atrás. Sangre, sudor, todo es como un inmenso puzzle que sus ojos biónicos no tienen demasiado problema en descifrar. Dos hombres. Varios esbirros de Sorbinus que no tuvieron demasiada suerte. Y un rastro de sangre. Todo envuelto para navidad. Lo demás es coser y cantar.
Cuando dos coches negros y muy sucios, un Chevelle y Challenger del 70, con motores trucados que hacen un ruido infernal en medio de la tarde llegan a casa de Bridge y Caroline se baja de uno de ellos, no le hace falta nada más. Un rastro de gasoil de un vehículo grande y dos lineas de neumáticos que le indican una dirección que no le costará mucho trabajo seguir. Se acerca al otro coche, al Chllanger y una ventanilla negra se baja. Su jefe le mira y ella sonríe muy, pero que muy satisfecha.
-Un juego de niños. Tengo las líneas los neumáticos, creo que podré seguirlas. Nos llevan un par de días de ventaja, quizás tres, pero llevan una antigualla muy grande. Si pisamos a fondo el pedal de nuestras bestias de la carretera les alcanzaremos.
-Cual es el destino más probable -dice el hombre que conduce el Challenger.
-Por la dirección , yo diría que El Paso.
-Pues vamos allá. Hacia la frontera.
El hombre sonríe con malicia y Caroline le corresponde mientras se da la vuelta y el enorme tatuaje de un dragón que le cubre la espalda se mueve y escupe fuego animado por las nanomáquinas que bullen bajo su piel.

La oscuridad. Harry Street ya ha estado muchas veces en esa oscuridad. La conoce. Pero aun así la sigue temiendo, pero teme más el saber que esa oscuridad no va a durar mucho. Siempre es lo mismo, siempre es la misma historia. Ahí vienen. La tormenta. Números y más números, torrentes de números, palabras, imágenes, voces. Miles de millones de autopistas de información que recorren cada centímetros de su cuerpo. Bueno, más que de su cuerpo de su conciencia. El mareo. Las granas de vomitar, siempre es la misma historia, cada maldita vez que se duerme desde que tiene uso de razón. Afortunadamente eso solo se remonta a unos pocos años atrás, el resto de su vida es negrura, no recuerda nada, vacío. Un vacío como el de sus sueños antes de llenarse de manera tan brutal con aquellos océanos de información que no comprende, que no sabe de dónde salen. El miedo al vacío es casi peor que el mareo por toda aquella información extraña. Por eso cuando el sonido de una explosión primero y luego la voz de Johny le sacan del sueño de una manera muy poco elegante, se siente muy, pero que muy aliviado.

La adrenalina se le sale a Johny por las orejas. Y todavía no sabe si eso le gusta o no, si está acojonado o si quiere más, si su cuerpo y sus viejos y aun embotados reflejos de guerrero están disfrutando de todo aquello. Tampoco hay tiempo. Cruzar el Yermo, el desierto en el que se ha convertido el mundo, ese inmenso hueco de humanidad que se tumba lánguidamente entre las ciudades habitadas por los pocos reductos de pseudo civilización que quedan, es lo que tiene.
No lo tiene muy claro, pero cuenta al menos tres Buggies y un vehículo grande, posiblemente un todo terreno grande, de alguna tribu de carroñeros que les pisan los talones. El desierto si que parece ahora jodídamente grande. Recorren como locos la 10 en direccion a Tucson. Bridge y Street cubren cada flanco de Betsy, pero no tienen ni armas demasiado potentes ni demasiada munición.
-Asegurad el tiro, esperad a que estén encima chicos.
-No soy un maldito novato -grita Bridge, que cuenta una vez más mentalmente los cartuchos de escopeta que le quedan. Y siguen siendo catorce, mierda.
Dos de los buggies se les echan encima contra los costados de Betsy. Llevan cuchillas adheridas a los costados y a las ruedas, pero Betsy lleva los costados y los neumáticos bien protegidos por sus viejas planchas de acero que tantos envites de girasoles aguantaron. El impacto lanza a los dos buggies unos metros lejos, pero no cejan en su empeño y hace que los ocupantes, tres por coche lancen rabiosos gritos que tienen poco de humanos. Malditos mutantes, piensa Johny, pero no pierde el pulso del volante.
Bridge cierra un ojo y apunta a los ocupantes del vehículo que les acosa por el flanco derecho de Betsy. Las caras tapadas por mascaras de hockey y gafas de piloto, junto al cuero y las tachuelas de sus atuendos, les dan un aspecto bastante amenazador. El coche se lanza otra vez contra ellos. Bridge aguanta la respiración para soportar el golpe. Y se va a preparar para disparar, pero no puede, del buggie salen disparadas varias flechas que se clavan en el costado de Betsy y fallan el tiro por poco. Hijos de puta, piensa, y vuelve a aguantar la respiración. Ahí viene el coche otra vez, esta vez sí. Blam, siente el retroceso y ve como el conductor del Buggie suelta el volante al quedar sus brazos inertes y un segundo después el coche vuelca en una nube de humo y polvo que hace que los tres compañeros exclamen de alegría, contrastando con los ruidos de furia que se escapan del otro buggie. Pero la alegría solo dura un segundo, el tercer vehículo enemigo ocupa el puesto del caído en el flanco de Bridge y el otro se vuelve a lanzar contra Betsy. La sacudida hace que los dos disparos que realiza Harry con una de las Desert de Johny fallen. Pero pronto eso es el menor de su preocupaciones.
-Johny, tenemos un jodido problema. Y de los gordos -grita.
El “mierda” que exclama Bridge por lo bajo al colocarse junto a él y mirar por la ventanilla es una buena explicación de lo que se les viene encima. El todo terreno se ha puesto a su altura. Es un viejo Humvee comido por el polvo del desierto y por el óxido al que le han adherido amenazantes hojas herrumbrosas de hierro y barras anti vuelco. Es una mala bestia, pero no es el bicho metálico lo que les asusta. Es el carroñero que va en la parte de atrás y les apunta con un maldito RPG perfectamente armado y preparado para mandarles al otro barrio con traca de despedida y todo.
-¿Johny? -vuelve a gritar Harry.
-Lo he visto, lo he visto. Tranquilos, lo tengo controlado.
¿Seguro? Quiere gritar Bridge, pero no le da tiempo. El frenazo en seco de Johny para el mundo y levanta una pequeña tormenta de arena. El fogonazo del R.P.G. pasa de largo delante de ellos por poco y lo ven explotar en algún punto perdido del desierto, pero no hay tiempo para más. Acelera otra vez y siguen su frenética marcha hacia ningún parte con toda esa jauría rabiosa detrás.
A lo lejos, la silueta de la ciudad es muy poco consuelo. Los tres coches ya están otra vez detrás de ellos y Johny puede ver por el retrovisor que el fulano del R.P.G. tiene un nuevo proyectil listo para reventarlos. La suerte que han tenido la primera vez no les va a durar mucho, eso lo sabe. Necesitan un milagro. Los tanques llenos de combustible de Betsy son un tesoro demasiado grande para esos hijos de perra. Y la autonomía de su motor híbrido trucado aun más.
-Johny, sigue esa vieja carretera, la de la derecha. Hazme caso -grita Harry antes de realizar dos o tres disparos que impactan en el Humvee. No causan bajas, pero hacen que el coche se tambaleé y retrasan el disparo del tipo del R.P.G.
-Pero, ¿por qué?
-Tú hazlo. Llegaremos a un túnel.
Johny lo hace aunque refunfuñando. ¿Cómo puede saber eso aquel tipo? Sigue la vieja y corroída carretera que se bifurca a la derecha, alejándose de la ciudad y se caga en todo cuando, efectivamente, ve aparecer un túnel en medio de la nada, que se adentra en las entrañas de la tierra. Betsy se introduce en las fauces abiertas del desierto pero el túnel es corto. Y no tiene salida.
-¿Pero que has hecho? ¿Estás loco? Esto es una trampa mortal -grita.
-No, mira.
Harry señala y los tres pueden ver una pequeña puerta metálica junto a la pared del túnel.
-¿Pero, a dónde lleva eso? -Pregunta Bridge.
-Ni puta idea, pero es una salida.
Dejan a Betsy atravesada de tal modo que los carroñeros no puedan llegar hacia ellos y cogen agua, linternas y las armas. Los tres tienen la sensación de que es una mala idea, pero no tienen otra. Lo malo es que al llegar la puerta metálica esta cerrada electrónicamente por un viejo terminal de ordenador que alguna fuente oculta de energía mantiene aun en funcionamiento. Los sonidos de los carroñeros gritando y haciendo rugir los motores llegan desde el otro lado del túnel. Bridge va a gritar un agónico y ahora qué, pero no le da tiempo. Harry se pone a trastear con el teclado del terminal y la puerta se abre soltando una fétida bocanada de aire estancado nada halagüeña. Pero sin pensárselo dos veces el tipo se mete dentro. Johny le lanza a Bridge una mirada un segundo antes de seguir a Street en pos de la oscuridad y Bridge no sabe si esa mirada quiere decir, ¿quién coño es este tipo?, o ¿en qué coño me has metido? Un segundo antes de perderse en la oscuridad decide que un poco de ambas.

Han pasado varias horas y los carroñeros están muy tranquilos y exultantes. Tienen a Betsy. Así que se han detenido en la boca del túnel ha celebrarlo con desagradables sonrisas de dientes afilados y abriendo muchos sus ojos casi albinos. Todos son calvos o tienen muy poco pelo, tristes mechones ralos diseminados aquí y allá por el cráneo. Qué se le va a hacer, la radiación y las mutaciones genéticas tienen muy poco gusto para la moda. Están en su territorio así que no tienen nada que temer. Hay que vengar a los caídos. Así que se quedaran allí unas horas más esperando poder abrir la puerta que les permita dar caza a esos no mutantes que han abatido a su hermanos.
Han encendido un par de hogueras para protegerse de las bajas temperaturas que se esconden bajo ese atardecer de azul incierto que está tiñendo el desierto de hermosos tonos dorados, cada vez más cercanos al color de la sangre.
Y la verdad es que se quedan sin habla cuando dos coches terriblemente bien preparados, un Challenger y un Chevelle negros, se paran delante de la entrada del túnel. No pueden dar crédito a lo que ven sus ojos. Sobre todo cuando del Chevelle se baja una muer pelirroja, una de esos asquerosos genéticamente impolutos que les suelen mirar como si ellos fueran monstruos. Es una mujer muy hermosa con un alarga trenza que parece moverse sola. Claro que su primer impulso es atacarla y enseñarle su merecido, pero las dos pistolas automáticas que cuelgan de sus caderas hacen que se lo piensen dos veces. Tampoco ayuda el color indeterminado de sus ojos ni la sonrisa de inmensa superioridad que no pierde en ningún momento.
-Bien, chicos guapos, vamos a hacer esto fácil, ¿de acuerdo? -dice-. Esos tipos son nuestros Así que si os vais, os podéis quedar con ese trasto.
Caroline no tiene ninguna gana de ensuciarse con sangre muti, así que espera que esos folla hermanos sean todo lo sensatos que sus cerebros les permitan.
-¿Y qué haréis con ellos? -dice una voz desde la oscuridad de Humvee aparcado junto al autobús escolar abandonado. Es una voz que parece humana solo porque utiliza palabras humanas. Como si una bestia hubiera aprendido a hablar inglés.
-Uno morirá, casi seguro. El otro supongo que también. Pero más tarde.
Del Humvee sale una mole de carne de más de dos metros treinta. Los músculos son de acero y sus brazos podrían partir un hombre musculoso de un solo golpe. Lleva la cara pintada como si fuera el rostro de un demonio y dos inmensas hachas de torpe factura pero de muy amenazante aspecto cuelgan de sus costados. Cuando sale a la luz de las fogatas, los demás mutantes, nueve en total, le vitorean con asquerosos gruñidos y levantando y golpeando entre si las armas, viejos machetes y hachas y herrumbrosas armas de fuego modificadas mil veces.
-Yo soy Hungus. Señor del Desierto. No temo a nada nacido bajo el sol ni bajo las estrellas. Pero hasta aquí hemos oído historias de ese coche y del demonio que lo conduce -señala con una mano enorme el coche de su Jefe y Caroline le hecha una mirada de reojo al amenazante Challenger negro
que aguarda inmóvil detrás-. No queremos tratos con demonios, trae la desgracia de los dioses del motor. Si el autobús es nuestro, los hombres son vuestros.
Caroline está a punto de exclamar un bien por lo bajo cuando una de las ventanillas del Challenger se baja y una voz extraña y fría llega desde el coche. Antes de que hable, la mujer ya sabe lo que va a pasar y solo puede pensar en lo que cuesta quitar el hedor de la sangre mutante de la ropa.
-Cambio de planes -dice su jefe desde el coche-. El autobús no se mueve de ahí. Vete con tus hombres, Gran Hungus, y vive para saquear otro día.
Hungus suelta un gruñido y saca sus hachas a pasear. Antes de poder decir Jesús, Caroline ya tiene a dos mutantes encima. Un segundo y le vuela la cabeza a uno desenfundando a la velocidad del rayo y y atraviesa al otro con la cuchilla de su trenza viviente. Mierda, el pelo, piensa.
La batalla se detiene cuando la puerta del Challenger se abre y sale un hombre del coche. Bajo una palestina blanca y negra solo se pueden ver dos ojos grises. Tiene los brazos tatuados y no es especialmente grande ni musculoso. Sujeta en su mano derecha una espada. Una sola pieza de acero endurecido moleculármente. Brilla como la plata líquida, no tiene guardas y unas piezas de un plástico especial de color negro hacen las veces de empuñadura. Es una pieza hosca y al mismo tiempo de una exquisita finura y belleza.
Otro segundo. Más gritos y cuatro mutantes partidos por la mitad agonizando sobre la arena del diserto. Quedan tres, pero se esconden detrás del gran Hungus que da un paso al frente. Al lado del la bestia mutante el hombre solo parece una hormiga. Un hachazo y por un segundo Hungus casi le parte en dos, le ha subestimando, piensa Caroline, ese bastardo enorme es jodídamente rápido. Pero su jefe rectifica enseguida, el segundo hachazo que lanza el mutante no encuentra nadie donde un segundo antes había un hombre y cuando va alanzar el tercero con el otro hacha, su brazo sale volando, deja el nido y otro mandoble le abre en canal las tripas que se esparraman por el suelo del desierto soltando un olor nauseabundo. Caroline no puede evitar pensar en qué demonios se basa la dieta de esos asquerosos. Su jefe se acerca al viejo autobús y pone la mano en el costado. Cuando Caroline se acerca a él, oye que dice por lo bajo, tiene que ser una jodida broma. La hoja está manchada, pero Caroline puede ver claramente el nombre escrito en ella. Nunca entenderá por qué ponerle Tadeusz a una espada.

En el anochecer, a un kilómetro de distancia, una chica de belleza salvaje, ojos oscuros y labios muy rojos contempla la escena con unos prismáticos de alta tecnología y maldice por lo bajo. Esos dos putos guerreros que han aparecido les van a complicar aun más el plan. Lo de que dos putos héroes de la guerra se hayan metido en todo ese asunto ya era malo, pro joder, la perra pelirroja escalofriante esa y el mamón de la espada le ponen los pelos de punta. Laura necesita un segundo para pensar. Solo uno.
-Esto se está complicando, ¿no?
Su compañera, tumbada en la arena junto a ella no dice nada. Pero tiene sus ojos verdes clavados en la noche como si no le hicieran falta los prismáticos para ver la escena. Cuando oye la voz de Laura solo resopla.
-¿Quién coño será ese tipo? -Dice Laura.
Otro resoplido de su compañera como única respuesta.
-Está bien, no hables, pero lo mismo tenemos que buscar refuerzos. Esto empieza a superarnos.
Su compañera clava en ella una mirada que le atraviesa. De la corta coleta alta que le recoge el pelo se le escapan algunos mechones negros como la noche. Parece una gata salvaje, salvaje y asustada, piensa Laura.
-¿Tú crees?
Eso es lo único que le dice su compañera antes de levantar su casi metro ochenta del suelo y encaminarse muy enfadada a sus motos.
-¿Celine, qué coño te pasa? -Le grita Laura antes de seguirla.



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