lunes, 30 de noviembre de 2015

La invasión de los girasoles mutantes 2. Proyecto Voz de Dios.

Episodio 12. Las fauces del silencio cósmico. 

Cada silencio tiene su historia. Cada silencio es dueño de su destino. Cada silencio vale lo que vale, ni un gramo de existencia más, ni un gramo menos. Hay silencios tan vastos como el universo y algunos tan breves que no caben ni en un suspiro, aunque guarden mil tragedias. Hay silencios que caldean el corazón. Este es uno de ellos. Hay silencios que dibujan una fina línea que delimita los deseos de la realidad. Este es uno de esos silencios. Este. Justo este en el que se encuentra sumergido el Gran Sorbinus. Placenteramente, en medio de una enorme pradera que no está realmente en ninguna parte. O quizás está en todas. Sorbinus saborea ese silencio e imagina que algo así debió ser el momento anterior a la creación del mundo. Por eso retrotrae su mente tan atrás, para empezar a buscar esa luz que tan desesperádamente necesita desde el principio. Cuando esa luz era la voz de la creación. Puede que no quede ni rastro de esa presencia y que toda su cruzada sea una empresa baldía, estéril, Peo se niega a creerlo, aparta esos pensamientos de su cabeza privilegiada como Nimrod aparta a los enemigos, como si fueran hormigas a los pies de un gigante. Fe. Eso es lo único, o al menos lo poco, que puede aprender de los humanos y es algo bastante útil. Así que sigue lanzando las redes de su mente, buscando ese leve fulgor, algo quizás casi inexistente, que pasaría desapercibido para la magnificencia del tiempo, pero que su cerebro y sus ojos entrenados sabrán distinguir. Y ese será el principio. Uno de los principios, el camino para todos los finales posibles, el hilo del que empezar a tirar. Y su mente vuela. Su conciencia recorre la existencia a velocidad de vértigo. Y en un recoveco, como un recién nacido desamparado, oculto en los átomos del planeta, en los pliegues de materia, encuentra algo. Un leve latido, una infinitesimal brizna de conciencia que recorre la existencia como un arroyuelo perdido en una grieta en la corteza del sol. Es algo casi inexistente. Un suspiro en un diluvio de truenos y volcanes. Pero es algo. Algo que hace que al Gran Sorbinus no le cabe ninguna duda de que por fin a encontrado lo que estaba buscando.

Caroline, tozuda como una mula, no se mezcla con nadie. Están en el hall de un hotel que los girasoles parlantes utilizan como centro social y de reunión, pero ella se queda entre las sombras. En los almacenes de la ciudad quedaron bastante alimentos en conserva que los girasoles nunca han tocado y que esta noche les están viniendo de perlas. Ella mastica con desgana, aunque con placer, un trozo de chocolate. Hay una conversación animada entre sus forzados compañeros y los girasoles sobre como es la vida dentro de ese paraíso secreto. Bridge, Harry, Johny y Laura hablan con algunos girasoles adultos, mientras que Ángelo no para de corretear de aquí para allá con unos cuantos girasoles niños que arman un estruendo terrible que le está poniendo de los nervios. Aparte de hacer que su mente se llene con todo tipo de ideas escabrosas sobre la reproducción de los girasoles. Piensa en Peter, sabe que está vivo, ese hijo de perra es demasiado orgulloso para dejarse matar por el primer engendro que se cruce en su camino. Sabe que está vivo, así que no le cabe nigua duda de que acabará encontrándoles. Lo que ya no tiene tan claro, y por el momento prefiere no pensar en ello, es que pasará cuando eso suceda. El dragón de su espalda se sacude inquieto, ténuemente iluminado en las sombras, lo que le produce un cosquilleo. Sus ojos brillan en la oscuridad, lo que hace que un pequeño girasol niño que se acercaba a ella distraído se detenga en seco.Debe parecer un demonio, o un fantasma, Caroline lo sabe, y no puede evitar que le guste esa sensación. El miedo es poder. Ángelo se le acerca jadeando y con una enorme sonrisa en la cara. No se cansan nunca, dice.
-Ya, nos lo dejaron claro cuando casi nos exterminan -las palabras de Caroline son un latigazo que borran de inmediato la sonrisa de la cara de Ángelo.
-¿Crees que son iguales?
-No, iguales no. Son más listos. Más evolucionados. Solo digo que no hay que bajar la guardia nunca.
-Parecen buena gente. Aunque resulte raro, lo sé. Pero de verdad parecen buena gente.
-No digo que no. Solo digo que yo no pienso bajar la guardia.
Y algo hace que otro silencio, un silencio monumental, se apodere de todos y cada uno de los que están en la sala. Es una sacudida, pero nada se mueve. Es como un terremoto, pero no físico, un terremoto que sacudiera los mismos cimientos de la realidad, los átomos que forman la tierra y el aire. Es algo evidente, que todos sienten, dentro de ellos y en cada cosa que les rodea, pero al mismo tiempo es algo que ninguno sabe explicar. Pero está ahí, como un fantasma que pasa tras ellos pero al girarse no hay nada.
-¿Qué ha sido eso? - Pregunta Eugene. Los niños girasoles han salido corriendo en busca de sus padres.
Pero la respuesta más inmediata es la de Harry, que se tira al suelo, con las manos en las sienes, gritando, evidentemente presa de un gran dolor. Laura intenta consolarle, pero el dolor que siente en la cabeza es insoportable.
-No lo sé -dice Bridge-. Pero esto no es casualidad, Johny, tenemos que llegar a nuestro destino, como sea, cuanto antes.
-Lo sé, viejo amigo. Eugene, necesitamos salir.
-No es tan fácil, amigos. Podemos parar la tormenta hasta que crucéis. Pero los girazombis, esos no responden ante nadie. Y son miles.

Llevan tres días en la caravana que hace las veces de emisora de radio y hogar de Doggy. Lo curioso es que a pesar de que el tipo lo primero que les dijo en cuanto bajaron del helicóptero fue, sabía que alguien iba a venir, no han hablado del tema que les ha llevado hasta allí. Ni de Harry, ni de lo que tiene en su cabeza, ni de Nimrod. Han convenido que tratarán el tema cuando los demás se les unan, y la verdad es que a los tres, sobre todo a Peter, cuyas heridas van sanando rápidamente, les está viniendo bien esos días de descanso, allí, en medio del desierto, escuchando música, buena música, mirando las estrellas y bebiendo cerveza. Hasta Peter, de vez en cuando, bucea en los discos de Doggy y elige las canciones que el extraño tipo va pinchando en su ininterrumpido programa. Thrud vigila la evolución de sus heridas, lo que hace que vayan sanando aun más rápido, pues los conocimientos de medicina de la chica son, cuanto menos, desconcertantes, y a Peter no le cabe ninguna duda de que los ha adquirido por la vía inversa, aprendiendo como matar mejor aprendes a arreglar lo que rompes.
Pero sin duda lo más extraño es que una de las noches que han pasado en el desierto, el salvaje encuentro que Peter y Celine tuvieron en el hotel, ha vuelto a repetirse en la parte de atrás del helicóptero. Casi sin cruzar palabras, solo miradas asesinas y llenas de deseo. Como si hubieran decidido saldar así sus cuentas por que han acordado no matarse mutuamente todavía. Cuando Peter despertó a la mañana siguiente ella ya no estaba a su lado, enfrascada en el recuento de las armas que habían conseguido de Isaac. Él lo agradeció, con una profunda sombra en su corazón que trató por todos los medios de ignorar.
La cuarta noche en el desierto, Peter pasa un trapo por la hoja de su espada, notando el poder del arma, ahora que sabe que su origen se le escapa por completo, satisfecho de que aquella arma haya decidido adoptarle como brazo ejecutor de sus deseos. Lo normal hubiera sido decir que ha oído algo a sus espaldas, pero lo cierto es que no. Pero sus sentidos de guerrero si que notan una presencia y cuando se gira se encuentra a Thrud de pie, mirándole. Los ojos le brillan dorados en la noche. ¿Puedo sentarme? Claro, por supuesto. Responde Peter golpeando con la palma de la mano el suelo junto a él.
-¿El desierto es increíble, verdad? -Pregunta la chica lanzando la mirada en pos de algún banco de estrellas.
Peter responde que sí, pero la verdad es que la está mirando a ella, pensando que tiene una nariz y una barbilla perfectas.
-¿Entonces por qué me miras tan fijamente a mi? -Le pregunta Thrud, sin apartar la vista de las estrellas.
Peter no se sonroja, solo tuerce la boca en una sonrisa resignada y clava también los ojos en el cielo negro moteado de peces incandescentes.
-Merecería estar muerto si con alguien como tú al lado perdiera el tiempo en mirar unas cuantas luces y un puñado de arena.
-¡Vaya!-Le responde la joven-. Si el temible guerrero esconde un corazón de poeta. ¿Sabe tu novia que le dices cosas tan bonitas a otras chicas?
Peter deja de sonreír de inmediato y baja la cabeza, perdiendo la mirada en algún punto indeterminado del suelo entre sus rodillas.
-Celine no es mi novia. Nunca será nada mío.
-Lo siento, no quería meterme donde no me llaman. Conozco vuestra historia. Llevo tiempo siguiendo tus pasos.
-No pasa nada. Hubo un tiempo que hubiera dado mi vida por ella. Y ella se lo tomo al pie de la letra, supongo.
-En el fondo, si lo piensas. Ella te hizo como eres ahora. Y por eso yo estoy aquí.
Peter clava la mirada en la rubia y se echa a reír diciendo, si, supongo que sí, si al final le voy a tener que darle las gracias.
Y los dos ríen, con sinceridad, sin miedos y por primera vez en mucho tiempo, sin preocupaciones. Hasta que la risa se les corta. Se les muere en los labios. Desaparece de su corazón cuando la realidad se agita. Cuando las montañas y la tierra y el cielo se agitan sin moverse. Cuando algo les golpea en el pecho y les roba el aliento y la noche se queda acurrucada en un rincón llorando.

Luces, antorchas, gritos, ruidos de motores. El Cañón del Colorado es un infierno en la tierra, incandescente, palpitante, infecto. Por sus dos puertas levantadas no paran de entrar carroñeros y bandidos, vehículos de guerra y monturas mutantes dispuestos para el combate. Aun quedan por llegar, pero está claro que el mensaje mandado por Madre Mery está dando sus resultados y cientos de miembros de las tribus de salteadores mutantes que pueblan el Yermo se están reuniendo para plantarle cara a las ciudades del mundo bajo el mando de Madre Mery y sus tropas. La promesa de botín, de agua, de comida, de gasolina y sobre todo de venganza y violencia incentiva los oscuros corazones de esa panda de desarrapados sanguinarios.
Los mejores mecánicos de Inquisición trabajan en poner a punto el vehículo de combate de su reina, un inmenso M-1 Abraamas, lento, pero absolutamente aterrador y lo que es peor, con munición de sobra para arrasar una ciudad pequeña con todos sus habitantes dentro. Le han añadido púas, pinchos de acero, una plataforma blindada en el exterior para que Madre Mery pueda guiar a sus tropas en combate y le han pintado unas inmensas fauces en el morro ennegrecido de tantos combates. Es un monstruo absolutamente aterrador. Mery contempla su criatura con una inmensa sonrisa de satisfacción, la misma que la de sus tres generales, que flanquean su espalada. Albert, una mole d más de dos metros y cuatro brazos. Lleva puesta una armadura toscamente forjada con los retazos de viejas servoarmaduras. En su espalda cuelgan dos inmensas espadas y de sus piernas dos ametralladoras de impulsos Multitude. No tiene nariz, solo dos orificios que dan a sus rostro un aspecto cadavérico del que se siente muy orgulloso y al que ayuda bastante el hecho de que sus ojos sean completamente rojos. Una inmensa melena blanca trenzada mil veces y enroscada en mil rastas son el colofón para su aspecto absolutamente aterrador. Junto a él, está Deandré. Es un negro de puro mármol, pura fibra esbelta que casi llega a los dos metros. Se apoya en una lanza casa tan alta como él y la armadura Multitude que lleva está en perfecto funcionamiento, una joya a la que se le han añadido huesos humanos y pinturas rituales. Lleva adosadas dos armas de plasma en las caderas tan mortales como ligeras. Deandré se afila los dientes y su sonrisa es espeluznante, además de la vida, le roba el corazón a sus víctimas cuando ese  rostro de demente sonrisa feroz es lo último que tienen que ver antes de morir. El tercer general es Finegan. Es el segundo al mando en el ejército de Madre Mery y el cerebro detrás de cada invento, reparación o añadido que se hace a la maquinaria de guerra del ejército mutante. Pero nadie sabe cómo es, nunca se muestra en público, algunos dicen que por que no es mutante, otros por todo lo contrario, porque su mutación es demasiado horrible. Dicen que la única que le ha visto de verdad es Madre Mery. Finegan se muestra al mundo con un mech de combate, dos patas poderosas bioemcanoides, un cuerpo que es la cabina del piloto y dos brazos que pueden destrozar o portar armas de gran calibre, además de las que lleva incorporadas aquella pesadilla bélica. Madre Mery contempla los preparativos de su ejército con emoción, con orgullo, sabiendo que ella será la portadora de la voz de los que durante tanto tiempo han permanecido en la sombra, se siente grande, poderosa, guardadas sus espaldas por esos monstruos, con el poder de aquel ejército que va creciendo por segundos entre sus manos. Y de pronto todo ese poder se desvanece, no es más que un pequeño puñado de arena del desierto. De pronto, cuando la realidad se estremece bajo sus pies, bajo las uñas de sus dedos, toda aquella maquinaria bélica se les antoja a ella y a los tres generales como un juguete roto, inofensivo, inservible. Todo el ejército se calla, todas las voces cesan de pronto y las antorchas parecen tener miedo de crepitar demasiado fuerte, hasta el leve zumbido de las cochambrosas bombillas que alumbran pobremente la ciudad, colgadas de cables raquíticos, parece levantarse molestamente en ese silencio hecatómbico. Madre Mery se gira y mira a sus generales y, aunque no dice nada, piensa que solo espera que no se hayan metido en algo que les haga hundirse aun más en el lodo. Pero sabe que no puede mostrar ni un ápice de debilidad, así que un segundo después vuelve a mostrarse enérgica, a gritar órdenes y la ciudad vuelve a cobrar vida. 


Todos duermen o se preparan para la partida. Bridge está poniendo a punto a Betsy, a hurtadillas, para que no le detecte ningún girazombi, aunque el túnel parece tranquilo en esas primeras horas del alba. La gente de Eugene les ha provisto de comida. armas y munición. Así que el pobre Johny de verdad que se siente más confundido que en toda su puñetera vida. Cuando les mira no pude evitar que le vengan a la cabeza las imágenes de horror de todos esos años de invasión, de la gente que se quedó en el camino. Pero cuando Eugene le sonríe, solo ve sinceridad, un buen corazón, Bueno o lo que tengan los girasoles. No encuentra ni rastro de los monstruos que arrasaron el mundo. Están en lo que antaño fue el almacén de la comisaria de la ciudad y Eugene se acerca a Johny con algo en las manos. Cuando el girasol se lo alarga con una inmensa sonrisa, puede ver lo que es. No está entera, pero te hará buen servicio, yo creo. Un peto de una armadura Multidude, modelo Civilian, del que usaban los S.W.A.T. 

-Sin el resto de las piezas no sirve de mucho -Dice Eugene-, pero desviará bastantes cosas que intenten hacerte daño.
-Gracias, Eugene, estoy seguro de que me será muy útil. Me salvará el pellejo más de una vez.
Con la ayuda del girasol Johny se pone el peto y le sorprende lo ligera que es la super aleación. Cuesta creer que sea tan dura. Luego se pone encima un viejo guardapolvo negro y se mira en un espejo. 
-Sí, joder, así doy más miedo que el cabrón de Peter.
-¿Quién? -pregunta Eugene.
-Un tipo. No lo conoces, y casi mejor. No es muy amable. Por así decirlo.
Y ya no hay tiempo para nada más. Por que la puerta se abre y entra Laura, con el rostro desencajado y el pobre Johny no tiene ni tiempo de elaborar en su mente el pensamiento de, qué coño pasa ahora.
-Rápido, ven fuera, es Angelo, creo que se ha vuelto loco.
Siguen a la morena hasta el exterior y cuando llegan todos los compañeros están al borde del túnel. Todos menos Ángelo, que se acerca andando, tranquilamente, como quien se pasea un domingo por la mañana por un centro comercial, hacia la horda de miles de girazombis que atestan las calles de la ciudad.
-Pero, ¿qué coño pasa aquí?, Ángelo, ¿qué coño haces?
-A pasado delante mía -dice Bridge y se ha ido hacia ellos. Se le ha fundido un fusible. Es hombre muerto.
Pero, como si de un Moisés postapocalíptico se tratara, al paso de Ángelo, los girazombis van abriendo un camino, sin atacarle, casi como si le rindieran pleitesía. Entonces, el hombrecillo hace señas a sus compañeros para que le sigan. Y aunque no entiende ni de coña qué cojones está pasando, Johny grita con todos sus pulmones que suban a bordo de Betsy. Así que segundos después, en una imagen demencial, el autobús, despacio, pero sin parar, atraviesa el camino abierto por Ángelo entre las filas de los girazombis. Es una procesión enfermiza y nadie se atreve ni siquiera a pestañear, temerosos de que el más mínimo ruido pueda romper el hechizo y la muerte caiga sobre ellos entre gritos y dientes y babas y manos huesudas. Pero metro a metro consiguen atravesar la ciudad y en cuanto están un centenar de metros fuera, la tormenta se vuelve a arremolinar en torno a los edificios, tragando en su interior calles, zombis, edificios y girasoles parlantes. Luego Ángelo sube y nadie le pegunta nada, ni él dice nada, solo se sienta en uno de los asientos y entierra la cara entre las manos. Todos tienen encogido el corazón, pero lo único que saben es que ese tipo les ha ayudado a cruzar entre miles de psicópatas homicidas. Quizás no sea momento de preguntas, ni momento de respuestas, quizás solo sea el momento de seguir adelante, zambullirse en el desierto y dejar que los kilómetros hagan desparecer la desazón.